martes, 13 de abril de 2010

Lloviendo piedas. La Mirona.


El viernes había comenzado como un viernes normal para los diferentes grupos religiosos de esta ciudad. La llamada del moacín a la oración en el día sagrado de los musulmanes, la preparación del shabbat para los judíos, el fin de semana para los cristianos, y para nosotros, como comunidad que vive en la burbuja expatriada, un viernes más de colegio para los niños. Solo que además, este viernes había reunión de padres y madres con las profesoras de mis hijas, ambas de la sección maternal, lo que equivale a la educación infantil de 3 a 6 años en España.
En una de las reuniones, parte de la conversación se centró en cómo la profesora en cuestión controla el comportamiento de los niños y niñas en clase. Algunos padres protestaban porque sus hijos de 5 años no quieren ir al colegio ya que se sienten intimidados por los continuos gritos y regañinas de la maestra. Mi experiencia con tres niños en este colegio durante casi dos años, me ha hecho conocer diferentes clases y profesores y profesoras y a estas alturas me permito decir que los gritos no son patrimonio exclusivo de una clase o una maestra, sino que son habituales en la mayoría de las aulas y espacios del colegio. Reconozco y agradezco las escasas excepciones con las que me he encontrado.
La escuela en sus relaciones y como forma de socialización es un reflejo de la sociedad en la que se encuentra inmersa, por lo tanto, en un ambiente tan fracturado y agresivo como el que nos encontramos en Jerusalén, nuestra escuela, a pesar de ser un colegio internacional, no podía escapar de ello. Los niños y las niñas desde temprano, empiezan a manifestar comportamientos competitivos y agresivos, que en muchas ocasiones es difícil contrarrestar o modificar. De todas estas cosas habíamos hablado en la reunión y como era de preveer terminamos tarde.
Cuando por fin salimos del colegio, y pasamos del Jerusalén Oeste al Jerusalén Este, la hora de la oración en la Mezquita de Al-Aqsa hacía rato que había terminado, y por lo tanto el tráfico era fluido por la mayoría de los barrios árabes. Para mi sorpresa, casi no había policía en las calles y los barrios no estaban cerrados. Hacía días que no reinaba tanta calma. Sin embargo, al llegar cerca de casa, la luz de alerta se encendió en mi cabeza. Algunos periodistas con cascos filmaban lo que ocurría pocos metros más abajo. Al girar vi un grupo de hombres concentrados, así que decidí cambiar de dirección para evitar la manifestación. Girar el volante y sentir que la luna delantera de mi coche estallaba y se convertía en una densa tela de araña fue todo uno. Nunca el título de la película de Ken Loach me había parecido real, pero ese día llovieron piedras, no muchas, solo una, pero tan grande que me destrozó la esperanza. Mis hijos en la parte trasera del coche recibieron algunos cristales, no gran cosa la verdad, sin embargo se asustaron mucho, el impacto había sido tremendo. Yo reuní lo que me quedaba de calma, y con el pulso temblón llegué a mi casa.
Lo peor no fue el mal rato que pasaron mis hijos y que aún recuerdan como la piedra que llovió del cielo, lo peor fue ver la indiferencia con la que policía, conductores y espectadores reaccionaron. Nadie movió un dedo, nadie intentó ver si estábamos bien…, nadie se movió. Es triste aceptar la violencia como parte de nuestra cotidianeidad, pero ese es el resultado de este conflicto israelí-palestino que dura décadas. Incluso nosotros, los extranjeros, los diferentes, los que cruzamos de un lado al otro de Jerusalén sin prejuicios nos vamos poco a poco impregnando de esa realidad.
Cómo explicar a nuestros hijos e hijas que no deben tener miedo, que la lluvia de piedras es un fenómeno meteorológico o un accidente aislado y no una agresión premeditada, con consecuencias graves. Cómo evitar en el lenguaje los calificativos despreciativos y cómo hacer que entiendan aquello de que el hombre es bueno por naturaleza. Cómo defender el diálogo como el arma más adecuada para resolver los conflictos... Cómo mantenernos objetivos...